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¿Qué nos impulsa a viajar buscando un lugar que solo existe en la imaginación de un poeta? Muchas veces me he hecho esta pregunta pensando en la manera en que, como lectores, somos capaces de otorgarle a un espacio desconocido y ajeno cualidades sentimentales, fantásticas, evocadoras de experiencias exóticas, procedentes de una mente creadora admirada y, sin embargo, ignota.

Pasear por la ribera del Duero siguiendo los pasos de Antonio Machado y subir al Espino hasta contemplar la tumba de Leonor es querer entrar en ese ámbito sagrado, donde confluyen el paisaje real y la recreación intimista que hace el poeta. No se me ocurre otra forma de explicar el por qué no solo seguimos las peripecias de personajes de ficción, sino también las de sus autores: sus casas y despachos, el pueblo donde nacieron, la tierra en donde yacen.

Respirar el mismo aire, contemplar los mismos árboles, recorrer los mismos caminos nos produce una emoción extraña, de nostalgia de una vida que nunca vivimos.

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