Pirineo literario

El amor a la montaña es algo físico y espiritual. La montaña es agotamiento y descanso, esfuerzo y contemplación, sudor y frío. Tantas voces, ecos del pasado y palabras del presente, han evocado el asombro enorme, la emoción ante una belleza sobrecogedora y humilde, que caminar y leer se hacen uno en los senderos pirenaicos. Uno avanza entre cascadas, bosques, infinitas praderas y amenazantes cumbres, mientras acuden a la mente relatos y versos, canciones mil veces repetidas que acunan el alma y la abrigan de la intemperie.

El Pirineo es como un gigante dormido que reposa en un istmo, de mar a mar. Imagino en el extremo oriental una gran cabeza, el Cánigo, “gran diamante del Pirineo”, como lo llamó Plá. La testa altiva que se alza bruscamente a orillas del Mediterráneo contrasta con el suave descender del otro extremo, los pies de este enorme ser se mojan con las aguas del Cantábrico. En medio un corpachón fuerte y salvaje poblado de picos y valles escondidos y misteriosos.

Lugares literarios

¿Qué nos impulsa a viajar buscando un lugar que solo existe en la imaginación de un poeta? Muchas veces me he hecho esta pregunta pensando en la manera en que, como lectores, somos capaces de otorgarle a un espacio desconocido y ajeno cualidades sentimentales, fantásticas, evocadoras de experiencias exóticas, procedentes de una mente creadora admirada y, sin embargo, ignota.

Pasear por la ribera del Duero siguiendo los pasos de Antonio Machado y subir al Espino hasta contemplar la tumba de Leonor es querer entrar en ese ámbito sagrado, donde confluyen el paisaje real y la recreación intimista que hace el poeta. No se me ocurre otra forma de explicar el por qué no solo seguimos las peripecias de personajes de ficción, sino también las de sus autores: sus casas y despachos, el pueblo donde nacieron, la tierra en donde yacen.

Respirar el mismo aire, contemplar los mismos árboles, recorrer los mismos caminos nos produce una emoción extraña, de nostalgia de una vida que nunca vivimos.